No obstante, hacia mitad del año pasado, esta iniciativa de Biden empezó a frenarse y su agenda, interna y externa, a enredarse por varios factores. En lo internacional, la decisión de abandonar Afganistán a la carrera debilitó la política exterior de Washington. Las imágenes del regreso de los talibanes a las ciudades afganas recorrieron el mundo dejando a los Estados Unidos como el protagonista de una debacle militar y de haber dejado perder 20 años de guerra.
En lo doméstico, las nuevas variantes -delta y ahora ómicron- enrarecieron la estrategia de Biden que había puesto todos los huevos en la canasta de la vacunación masiva. La resistencia de un porcentaje no menor de anti-vacunas -muchos de ellos opositores republicanos-, el retorno forzado a restricciones, tapabocas y cierres de escuelas, y los peligrosos picos de contagios, deterioraron la inicial percepción positiva de los norteamericanos sobre la capacidad de la Casa Blanca de controlar el coronavirus.
A lo anterior se suman los distintos efectos económicos que la pandemia sigue desatando sobre no solo Estados Unidos, sino la mayoría de naciones en el mundo: una inflación disparada -en especial de los alimentos y combustibles-, las disrupciones en las cadenas globales de suministro que desembocan en escasez y un creciente pesimismo del consumidor.