Simone Biles ha vuelto, respira el mundo que tan preocupado ha estado por ella y por las consecuencias para la salud del deporte de élite, la locura de la competición, la presión, la depresión, la ansiedad. En el pabellón suena Colegiala, la cumbia de Walter León, la de la carita de coqueta, y es inevitable seguirle el ritmo, la alegría.
Y ella no para de sonreír desde el comienzo de la competición hasta el último segundo, apenas 15 minutos, ocho actuaciones de 70 segundos, y, entremedias, minutos de angustia a la espera de la puntuación. Sonríe con su gran sonrisa de grandes dientes felices cuando se quita la mascarilla para la foto, sonríe con los ojos hasta el último segundo en el podio con la medalla de bronce al cuello, sonríe hasta mientras suena el himno de China en honor de la nueva campeona olímpica de barra de equilibrio, una niña de apenas 16 años, Guan Chenchen, que clava un ejercicio más arriesgado, más difícil; y, como se esperaba, como Biles sabía, china es también la segunda, Tang Xijing.